La gran actividad extractiva de carbón se inició en Chile a mediados del siglo XIX. Los dos factores que impulsaron el desarrollo de las faenas de extracción fueron la navegación de vapor y las fundiciones de cobre.


En la penumbra del socavón, buscando carbón, el tiempo tenía otro ritmo…

Bajo tierra, bajo el mar

Cada golpe de picota retumbaba como un latido en el corazón de la tierra. Los hombres descendían por los “piques” (pozos verticales que a veces se internaban bajo el lecho del mar) con la esperanza de volver a ver la luz al final de la jornada.

Era el siglo XIX y el carbón era sinónimo de progreso. En Lota, Coronel y más tarde Lebu, el Golfo de Arauco se transformó en un hervidero de vida y esfuerzo. Allí comenzó, hacia 1850, la gran actividad extractiva de carbón en Chile, impulsada por dos fuerzas incontenibles: la navegación a vapor y las fundiciones de cobre.

Los hombres trabajaban en túneles que se extendían como venas bajo el océano. La humedad, el gas grisú, los derrumbes y las filtraciones eran parte del oficio. No había romanticismo en ello, pero sí orgullo. Cada chispa de sus lámparas de seguridad era un acto de fe.

Con jornadas de diez horas, de lunes a sábado, los mineros del carbón fueron los pilares invisibles de la modernización chilena. Mientras el país construía su identidad republicana, ellos sostenían, desde la oscuridad, el fuego que movía los trenes, los barcos y las fábricas.

Su desarrollo industrial comenzó con la introducción de nuevas tecnologías y métodos de extracción en la década de 1850-1860, en las instalaciones de Lota y Coronel, en el golfo de Arauco. Desde aquella época la explotación y uso industrial de carbón mineral experimentó un gran crecimiento, ejerciendo un absoluto predominio en la generación de fuerza motriz (energía de vapor y gas, principalmente).

A ello contribuyó la promulgación de una ley, en 1862, que declaró libre de derechos de exportación las barras y ejes de cobre que hubiesen sido fundidos con carbón chileno al sur de Constitución. Además, en 1864 se fijó un impuesto del 15% a la internación de carbón extranjero, cuya importación era libre hasta entonces. De este modo, se estimuló la producción carbonífera y surgieron varias fundiciones en el golfo de Arauco. Además, las fundiciones instaladas en Concepción también consumían el carbón producido en Lota y Coronel. Hacia finales del siglo, el carbón de Arauco se utilizaba en la mayoría de las actividades productivas: navegación comercial, fábricas, maestranzas, ferrocarriles y fundiciones, como la base energética de la industria nacional.

El motor que encendió un país

El carbón fue mucho más que un mineral: fue energía convertida en historia. La promulgación de leyes como la de 1862, que incentivó el uso del carbón chileno en la fundición de cobre, o la de 1864, que impuso impuestos al carbón extranjero, impulsaron un auge sin precedentes.

Las faenas de Lota y Coronel se transformaron en ciudades industriales. Hospitales, escuelas, teatros y piscinas fueron levantados por las compañías, pero también como una forma de control social. El carbón generó trabajo, riqueza y progreso, pero también desigualdad, enfermedad y muerte prematura.

Con la llegada de los capitales extranjeros, principalmente ingleses, la zona se convirtió en un laboratorio del capitalismo minero. Nombres como Federico Schwager, Jorge Rojas Miranda y, sobre todo, Luis Cousiño dominaron la escena. La Compañía de Lota, emblema de la familia Cousiño, levantó no solo minas, sino una cultura obrera y un paisaje humano que marcaría generaciones.

Durante más de un siglo, el carbón del Golfo de Arauco alimentó barcos, ferrocarriles, fundiciones y sueños industriales. Desde Talcahuano se reabastecían vapores que iban al norte y al estrecho de Magallanes; desde sus muelles salía el pulso energético del país.

Lota Bajo [memoriachilena] Carbón

Cuando se apaga la llama

El siglo XX trajo consigo la mecanización, la concentración industrial y, más tarde, la decadencia. En 1940, la CORFO impulsó una empresa mixta para sostener la producción; en 1970, el Estado asumió el control con la Carbonífera Lota-Schwager y luego con la Empresa Nacional del Carbón (ENACAR).

Pero el mundo había cambiado. El petróleo, la electricidad y las nuevas energías dejaron al carbón fuera del futuro. La mina, símbolo del progreso, se transformó en un eco de otro tiempo. Finalmente, en 1997, las minas del Golfo de Arauco cerraron definitivamente, dejando tras de sí un vacío material y emocional que aún se respira en las calles de Lota y Coronel.

Hoy, las ruinas industriales y los museos del carbón no son solo testimonio de una época, son altares de la memoria obrera. Allí donde antes se oía el estruendo del carbón cayendo en los vagones, ahora solo queda el viento del mar golpeando las estructuras oxidadas.

Pero la historia no termina en el silencio. Los descendientes de aquellos mineros mantienen viva la identidad, recordando que cada país se forja también en la oscuridad del trabajo y en la dignidad del esfuerzo anónimo.

Mineros de Lota en huelga, por el cierre de las minas en 1997 [Colección MHN]

Reflexión final: Cuando el carbón se convierte en memoria

El cierre de las minas no fue solo el fin de una industria: fue el fin de un modo de vida. El Golfo de Arauco dejó de ser la caldera del progreso para convertirse en un espejo donde Chile puede mirarse y recordar de dónde viene.

Cada galería inundada, cada casco abandonado, cada mina convertida en museo habla de un país que aprendió a transformar la pérdida en memoria. Porque la verdadera energía de Chile no está en el carbón que extrajimos, sino en la resistencia y dignidad de quienes lo sacaron de las entrañas de la tierra.

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